sábado, 10 de noviembre de 2007

EN NOMBRE DE LA ROSA


" Guillermo se sentía profundamente humillado. Traté de consolarlo, diciéndole que hacía tres días que estaba buscando un texto en griego y era natural que hubiese descartado todos los libros que no estaban en griego. El respondió que sin duda es humano cometer errores, pero que hay seres humanos que los cometen más que otros, y a estos se los llama tontos, y que él se contaba entre estos últimos, y se preguntaba si había valido la pena que estudiase en París y Oxford para después no ser capaz de pensar que los manuscritos también se encuadernan en grupos, cosa que hasta los novicios saben, salvo los estúpidos como yo, y una pareja de estúpidos tan buena como la nuestra hubiera podido triunfar en las ferias, y eso era lo que teníamos que hacer en vez de tratar de resolver misterios, sobre todo cuando nos enfrentábamos con gente más astuta que nosotros. (...)
El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede. Eres el diablo, y como el diablo vives en las tinieblas. Si querías convencerme lo has logrado. Te odio, Jorge, y si pudiese te sacaría a la explanada y te pasearía desnudo. "
( Umberto Eco )


domingo, 4 de noviembre de 2007

LA CASA VACÍA

" En ese instante, sus palabras se extinguieron repentinamente en la distancia y tomé conciencia de un abrumador sentimiento de deleite y alegría. Algo me había tocado los labios, y un fuego poderoso y dulce se precipitó hacia mi corazón y envió la sangre tumultuosamente por mis venas. Mi pulso latía locamente, mi piel resplandecía, mis ojos se enternecieron, y la terrible tristeza del lugar fue instantáneamente disipada, como por arte de magia. Volviéndome con una exclamación de júbilo, que de inmediato fue tragada por el coro de sollozos y suspiros que me rodeaban, observé... e instintivamente adelanté mis brazos en un rapto de felicidad hacia... hacia la visión de un Rostro... cabello, labios, ojos; una tela dorada rodeaba el hermoso cuello, y el antiguo, antiguo perfume del Este -¡por las estrellas, cuánto hace de ello!- estaba en su aliento. Sus labios nuevamente estaban en los míos; su cabello sobre mis ojos; sus brazos alrededor de mi cuello, y el amor de su antigua alma vertiéndose en la mía a través de unos ojos todavía fulgurantes y claros. Oh, el feroz tumulto, la maravilla inenarrable, ¡si sólo pudiese recordar!... Aquel aroma, sutil y disipador de brumas, de muchas eras atrás, una vez tan familiar... antes de que las Colinas de la Atlántida estuvieran sobre el mar azul, o que las arenas comenzaran a formar el lecho de la esfinge. Pero, un momento; ya regresa; comienzo a recordar. Cortina tras cortina se levantan de mi alma, y casi puedo ver más allá. Pero el espantoso elástico de los años, horrible y siniestro, milenio tras milenio... Mi corazón se estremece, y tengo miedo. Otra cortina se eleva y otra perspectiva, que va más allá que las otras, se hace visible, interminable, corriendo hacia un punto rodeado de gruesas brumas. ¡Y he aquí, que ellas también se mueven!, elevándose, iluminándose. Finalmente veré... ya comienzo a recordar… la piel morena... la gracia Oriental, los maravillosos ojos que contenían el conocimiento de Buda y la sabiduría de Cristo, aún antes que aquéllos hubieran soñado con alcanzarla. Como un sueño dentro de un sueño, me cautiva nuevamente, tomando una apremiante posesión de todo mi ser... la forma esbelta... las estrellas en aquel mágico cielo Oriental... los susurrantes vientos entre las palmeras... el murmullo del río y la música de los setos al inclinarse y suspirar en la dorada superficie de arena. Hace miles de años, hace evos de distancia. Se difumina un poco y comienza a pasar; luego parece surgir nuevamente. ¡Ay de mi!, aquella sonrisa de dientes resplandecientes... aquellos párpados de venas de encaje. Oh, quién me ayudará a recordar, pues se encuentra demasiado lejos, demasiado oscuro, y yo no puedo recordarlo completamente; aunque mis labios aún se estremecen, y mis brazos se encuentran aún extendidos, nuevamente comienza a desvanecerse. Ya hay una mirada de tristeza, demasiado profunda para expresar con palabras, al darse cuenta de que no es reconocida.... ella, cuya mera presencia pudo una vez extinguir para mí el universo entero... y ella se devuelve, lentamente, tristemente, silenciosamente a su oscuro e inmenso sueño, para soñar y soñar con el día en que la recordaré y que vendrá a donde pertenece. "
_Algernon Blackwood _

lunes, 8 de octubre de 2007

LA REGENTA , FINAL ( LEOPOLDO ALAS "CLARÍN")

El Magistral dio otra absolución y llamó con la mano a otra beata... La capilla se iba quedando despejada. Cuatro o cinco bultos negros, todos absueltos, fueron saliendo silenciosos, de rato en rato; y al fin quedaron solos la Regenta, sobre la tarima del altar, y el Provisor dentro del confesonario.
Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.

Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir, la seña que la llamase a la celosía...
Pero el confesonario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera.

Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.
Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...

Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba...
La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes crisis le acudía... y se atrevió a dar un paso hacia el confesonario.
Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar...

El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.

El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.

Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.
La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.
Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.
Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...
Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.
Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.
Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.

jueves, 4 de octubre de 2007

LA CASA DE LOS ESPÍRITUS (fragmento)

Clara y su hija Blanca, empezaron a distanciarse de Esteban; este, con sus impedimentos, se convirtió en un fastidio, pues era muy violento.

Esteban conoció al conde francés Jean de Satigny con quien se asoció en el negocio de abrigos de piel de chinchilla;

Jean se quedó largo tiempo en la hacienda, como invitado de honor de los Trueba; una noche, estando fuera de la casa fumando, vio a Blanca salir por la ventana; la siguió, pero se regresó pues tenía miedo de los perros guardianes.

A la mañana siguiente dijo a Esteban que deseaba casarse con su hija; al enterarse, ella empezó a detestarlo.

Jaime (hermano de Blanca), se alió al conde para convencerla de que se case con él; ella tenía 24 años y Jaime le decía que si no aprovechaba la ocasión, se quedaría monja; pero ella no hizo caso.

Jaime empezó a admirar a Pedro Tercero, pues empezó a interesarse en política y siempre discutían sobre el tema.

Nicolás, decidió a seguir los pasos de su madre respecto a lo sobrenatural, frecuentaba la casa de las hermanas Mora; allí conoció a una chica Amanda, de quien se enamoró.

Pedro García (el viejo), murió sentado en su silla; a su lado estaba su bisnieto Esteban García, hijo de Esteban García (éste, hijo de Pancha García y Esteban Trueba).

Siempre odió a los Trueba, pues su abuela le contó que si lo hubieran reconocido, tendría lo que poseían Blanca y sus hermanos; en las noches se desvelaba imaginando cosas terribles que pudieran sucederles a los Trueba, para que él heredara.

Después de un momento, notó que su bisabuelo estaba distinto; al tocarlo, éste cayó;

trató de pinchar sus ojos y ver qué era esa película que le cubría el iris (catarata).

El entierro fue importante, pues el muerto había salvado la vida a Esteban y ayudó a mejorar la hacienda.

El conde sospechaba que su prometida tenía un amante;

La virginidad de Blanca no le importaba mucho; más le importaba la herencia;

Una noche se escondió fuera de la casa para seguirla; al presenciar el encuentro entre los amantes, notó que ese chico podría quitarle "su herencia" y decidió ir a contárselo a su padre; Esteban salió furioso a caballo; encontró a su hija y la azotó;

La llevó a casa, hizo que la atiendan y se encerró en su despacho a descargar con ira; Clara entró a la habitación y Esteban la insultó, diciéndole que sería distinto si lo hubiera hecho con alguien de su clase;

Clara le dijo que su ella había hecho lo mismo que su padre, pero con la diferencia que ella lo hizo por amor;

Esteban le lanzó un puñete, dejándola sin dientes;

Al día siguiente, Clara y su hija Blanca tomaron el primer tren a la ciudad y nunca más volvieron a ver a Esteban.

Esteban ofreció una recompensa para encontrar al muchacho; su nieto Esteban García lo llevó adonde se ocultaba;

Cuando Trueba iba a dispararle, Pedro Tercero dio un salto y la bala cayó al suelo; Trueba cogió un hacha y le cortó 3 dedos;

Pedro Tercero huyó en su caballo; Esteban se alegró por no haberlo matado.

(Capítulo VII)
ISABEL ALLENDE

jueves, 27 de septiembre de 2007

EL SILENCIO DE LAS SIRENAS

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación.
He aquí la prueba:
Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones mas fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar toda canción.
Ulises, (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vió primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo mas acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo

Franz Kafka, Praga, 1883 - Kierling, Austria, 1924

domingo, 9 de septiembre de 2007

FRAGMENTO DE "EL PRINCIPITO"

A Jacinto


ENTONCES apareció el zorro:
-¡Buenos días! -dijo el zorro.
-¡Buenos días! -respondió cortésmente el principito que se volvió pero no vío nada.
-Estoy aquí, bajo el manzano -díjo la voz.
-¿Quién eres tú? -preguntó el principito-. ¡Qué bonito eres!
-Soy un zorro -dijo el zorro.
-Ven a jugar conmigo -le propuso el principito-, ¡estoy tan triste!
-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-, no estoy domesticado.
-¡Ah, perdón! -dijo el principito.

Pero después de una breve reflexión, añadió:
-¿Qué significa "domesticar"?
-Tú no eres de aquí -dijo el zorro- ¿qué buscas?
-Busco a los hombres -le respondió el principito-. ¿Qué significa "domesticar"?
-Los hombres -dijo el zorro- tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?
-No -díjo el principito-. Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? -volvió a preguntar el principito.
-Es una cosa ya olvidada -dijo el zorro-, significa "crear lazos... "
-¿Crear lazos?

-Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos. Y no te necesito. Tampoco tú tienes necesidad de mí. No soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...

-Comienzo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado...
-Es posible -concedió el zorro-, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.
-¡Oh, no es en la Tierra! -exclamó el principito.
El zorro pareció intrigado:
-¿En otro planeta?
-Sí.
-¿Hay cazadores en ese planeta?
-No.
-¡Qué interesante! ¿Y gallinas?
-No.
-Nada es perfecto -suspiró el zorro.

Y después volviendo a su idea:
-Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sól. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.

El zorro se calló y miró un buen rato al principito:
-Por favor... domestícame -le dijo.
-Bien quisiera -le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas.

-Sólo se conocen bien las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no fienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, Ios hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!

-¿Qué debo hacer? -preguntó el príncipito.
-Debes tener mucha paciencia -respondió el zorro-. Te sentarás al principio ún poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca...

El principito volvió al día siguiente.

-Hubiera sido mejor -dijo el zorro- que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejempló, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así lo que vale la feliçidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunça sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.

-¿Qué es un rito? -inquirió el principito.

-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando eI día de la partida:
-¡Ah! -dijo el zorro-, lloraré.
-Tuya es la culpa -le dijo el principito-, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique...
-Ciertamente -dijo el zorro.
- Y vas a llorar!, -dijo él principito.
-¡Seguro!
-No ganas nada.
-Gano -dijo el zoro- he ganado a causa del color del trigo.
Y luego añadió:
-Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:

-No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:

-Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.

Y volvió con el zorro.
-Adiós -le dijo.
-Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos.
-Lo esencial es invisible para los ojos -repitió el principito para acordarse.
-Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.
-Es el tiempo que yo he perdido con ella... -repitió el principito para recordarlo.

-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...
-Yo soy responsable de mi rosa... -repitió el principito a fin de recordarlo.

(El Principito, de Antoine Saint Exupéry)



domingo, 26 de agosto de 2007

ELLA

Veía la vida como un torrente de ilusiones. El sol brillaba siempre en sus ojos incluso en los días nublados. Sonreía sin cesar y sus dientes destellaban reflejando la luz que emanaba de su alma. Era todo vitalidad y esa fuerza le hacía ser dueña de cuanta energía pululaba en el ambiente. Era feliz. Y no de esa felicidad que se nombra con la boca pequeña por temor a que huya; sino de la que disfruta alguien que ni imagina el poder perderla.
Su andar era garboso, reclamaba la admiración de quien admiraba su porte y se deslizaba con la grácil suavidad del cervatillo. La salud le brotaba de cualquier poro de su piel. Y ésta era de una tonalidad que provocaba el ser tocada, acariciada.
Ese fue el motivo de que sintiera el deseo por primera vez. Alguien rozó su piel y ella no tuvo otro remedio que demorar el contacto. Aprendió a sentir y buscó cómo hacerlo desde aquel día ya tan lejano. Sin embargo, se dio cuenta de que era el deslizar de una mirada sobre sus ojos, su piel y su sonrisa la verdadera causa de su regocijo. Cuando advertía que ellos le seguían, un rubor extraño coloreaba sus mejillas y un sudor frío resbalaba por su espalda haciéndole estremecer.
Y él lo supo y de ello se aprovechó para acercarse y no aceptar la prudente negativa que ya esperaba. Jugó con su vanidad adulándola y se hizo con el tiempo imprescindible en sus pensamientos porque sabía cómo introducir briznas de sentimiento en aquel cerebro tan vivaz y, al mismo tiempo, sensible.
Lo que tenía que pasar pasó porque el amor es tan fuerte que mueve que lima casi todas las dificultades. Estaban dominados por ese tenaz luchador cuya ausencia puede producir hasta un dolor más incómodo que la molestia física. La vida les presentó y el tiempo unió sus destinos. Todo parecía tan plácido como el mar en calma y como esos atardeceres de sol rojizo y de ambiente cálido que nos envuelve cuando los miramos al lado de quien se ama. La dicha era esa agua que discurre constantemente por el cauce del arroyo y la música de su deslizamiento relajaba cualquier tensión. Así fue durante un tiempo que trascurrió en el breve lapso de un suspiro.
Pero…
La vida brotaba de sus entrañas y no encontraba toda la satisfacción deseada. La sonrisa salía y desfiguraba su rostro porque no era sincera, vivida. Los días se hicieron largos al no haber tanta dicha. Las conversaciones parecían con alguien ajeno, cuyo mirar ya no despertaba aquellas sensaciones.
No sabiendo muy bien por qué o no queriendo encontrar la respuesta, muchas ilusiones se fueron apagando y …
La nostalgia la invadió. Comenzó a vivir en la melancolía y su dicha se fue derritiendo porque no encontraba alternativas. A veces ocurren cosas que uno no prevé y, por lo tanto, no controla. Para las que no tuvo tiempo de prepararse. Hacen daño y son difíciles de cargar. Buscó ayuda y encontró, a veces, incomprensión y otras, las más, consejos de resignación y aceptación de la cruda realidad. Ella lo veía como muy fácil de decir pero sin creerse que fuera tan factible llevarlo a la práctica.
La vida era suya. Estaba llena de ella. En cambio, su alma se arrugaba porque no encontraba el reflejo donde compartirla (uno solo debe aprender a ser feliz, si antes lo fue en compañía)… Lo que más le dolía era no vislumbrar la esperanza.
Los días se fueron sucediendo y, cuando ni siquiera podía llorar porque ya había perdido su valor paliativo, justo entonces… ¡La luz volvió porque abrió la ventana y el sol brillaba, una suave brisa acunaba su negro y largo cabello y una voz llena de vida le llamaba desde la cama en la que habían compartido un momento de felicidad, de goce. Otra vez, por fin, después de muchas noches de sufrimiento y desesperación, la alegría manaba de sus ojos y la pasión por vivir arrebolaba sus mejillas


_Eduardo Fernández_
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martes, 21 de agosto de 2007

BAJO UNA PEQUEÑA ESTRELLA



Cool Slideshows!
Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad.
Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco.
Que no se enoje la felicidad por considerarla mía.
Que me olviden los muertos que apenas si brillan en la memoria.
Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado por alto a cada segundo.
Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo el primero.
Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa.
Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo.
Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco de un minué.
Que me disculpe la gente en las estaciones por el sueño a las cinco de la mañana.
Perdóname, esperanza acosada, por reírme a veces.
Perdonadme, desiertos, por no correr con una cuchara de agua.
Y tú, gavilán, hace años el mismo, en esta misma jaula,
inmóvil mirando fijamente el mismo punto siempre,
absuélveme, aunque fueras un ave disecada.
Que me disculpe el árbol talado por las cuatro patas de la mesa.
Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas respuestas.
Verdad, no me prestes demasiada atención.
Solemnidad, sé magnánima conmigo.
Soporta, misterio de la existencia, que arranque hilos de tu cola.
No me acuses, alma, de poseerte pocas veces.
Que me perdone todo por no poder estar en todas partes.
Que me perdonen todos por no saber ser cada uno de ellos, cada una de ellas.
Sé que mientras viva nada me justifica porque yo misma me lo impido.
Habla, no me tomes a mal que tome prestadas palabras patéticas y que me esfuerce después para que parezcan ligeras.

WISLAWA SZYMBORSKA (Polonia, 1923)
Premio Nobel de Literatura 1996

sábado, 11 de agosto de 2007

MIRAR


¡Los deseos! Siempre presentes cuando se mira hacia el frente sin fijeza, acariciando un momento dulce en el que nos vimos sumidos. Con el atractivo de ser privados, íntimos. Y la seguridad de que, aunque demos pasos en su satisfacción, nadie tiene por qué sentirse traicionado.
Entre ellos estaba perdida una mujer de ojos dulces y mirada sincera. La sonrisa hacía aún más atrayente su rostro de facciones especiales. Le estaban mirando desde un lugar oculto a su visión. Los visillos tras los cuales se escondían los ojos observadores servían para cerrar paso a la admiración que brotaban de ellos. No era la primera vez que lo hacía. Incluso había acercado la expresión arrobada de aquella mujer desconocida pero inmersa con frecuencia en sueños con unos potentes prismáticos. Había recorrido no sólo sus facciones; también lo que la balaustrada del balcón permitía. El principio de los pechos un día de sofocante calor, los hombros torneados y de tez morena cuando lució un bonito vestido de finos tirantes que mostraba lo que, sin duda, ella sabía favorecía su imagen.
Aquel día que tan cerca la tuvo llegó incluso a mover la mano intentando una tierna caricia, tan suave que pareciera el paso de la brisa en sus pechos. Como ella demoraba el marcharse y apoyaba generosamente su busto sobre los brazos haciendo aún más palpable la exuberancia de sus senos, él no tuvo otra opción que acariciar su pene inquieto. Al principio, o hizo con la misma suavidad con que intentó la caricia sobre su cuerpo; pero a los pocos segundos, cuando el placer llegaba lo zarandeó con saña porque quería acentuar lo que ansiaba sentir. Cerró los ojos cuando el semen fluía y se relajó. Los visillos se movieron y quedó al descubierto el trípode que soportaba los prismáticos. Cuando volvió a mirar vio el mensaje acusatorio y lleno de reproche de una mujer de actitud enérgica. El desdén estaba pintado en su cara. Su cuerpo oculto hasta el cuello por una toalla roja.
Él retrocedió avergonzado pensando en cómo arreglar su invasión a intimidades no consentidas. Sabía que su estupidez le iba a privar de contemplar más veces el cuerpo hacia el que sentía una atracción dependiente y con la seguridad de que el deseo no iba a dejar de atormentarlo porque su lejana desnudez sólo aparecería en sus fantasías. ¡Le pediría perdón y le declararía su admiración! Sabía que no vivía sola y que dormía envuelta en otros brazos, pero él sólo solicitaría su perdón y, de conseguirlo,.. Pero era un sueño. ¿Cómo iba a olvidar ella su ultraje?
La desolación le dejó abatido y ocultando la cara entre sus manos temblonas, lloró desconsoladamente. El egoísmo le hacía comportase así porque sólo pensaba en que no quería sufrir y en que su acto, siendo criticable, tenía para él el perdón porque lo hacía por simple admiración, como un amor platónico. Pero, ¿y ella?

....................................................
Se vieron al día siguiente. Unos ojos desafiantes, los otros sumidos en la mayor de las vergüenzas. Unos insultando con su dureza; los otros pidiendo perdón. Se cruzaron en la acera y fue para ambos un alivio poder seguir el camino sin llamar la atención. Una escena ahí no habría sido comprendida por nadie y no habría arreglado nada. Él susurró un perdón cuando sus pasos coincidieron y su voz sonó a imploro. Ella comprendió que en su súplica cabía la sinceridad y perdonó su desliz porque ella también había soñado con poseer otros cuerpos sin pedirles permiso. ¿No era ese el objeto de sus miradas a veces apoyada en la barandilla de su terraza? ¿Y sus caricias íntimas creyéndose perdida entre brazos de hombres que le amaban con pasión y deseaban su cuerpo con un ardor rayado en la locura?

¡Los deseos! Algo no privativo de nadie y que nos hace igual de dependientes ante un señor llamado placer llevaron a ambos protagonistas al mismo sitio. Hubo caricias tácitas y miradas insinuantes a quien sabía suspiraba por su cuerpo. Uno de los días, sin saber muy bien si era observada lanzó un beso al aire y mostró casi un pecho entero hasta la aureola del pezón ocultándolo luego con un movimiento instintivo cargado de sincero pudor por si era observada por alguien más. Sólo fue captado por quien no podía dejar de mirar. Lo interpretó como una provocación y se masturbó esta vez pensando en que los suspiros que él imaginaba en quien poseía ahora eran auténticos y consentidos. Visualizó su cuerpo y casi lo poseyó como si estuviera presente.

Tenía que llegar el día en que de nuevo los caminos se cruzaran, quizá porque iban buscándose. Y ocurrió de la manera más inesperada. Ocupaban butacas contiguas en un cine próximo. Él entró cuando ya había empezado la película y se sentó procurando no molestar. Él la vio cuando un plano de luz intensa en la película le ofreció las facciones que él tan bien conocía. Estaba sola. La oscuridad cubría sus movimientos y eso le comenzó a excitar. Rozó su muslo con el suyo y pidió perdón inmediatamente. Ella no lo rechazó. Susurró acercándose “sé que eres tú desde que llegaste” . Agarró su mano con decisión y la apretó con fuerza. Él percibió cierto nerviosismo. Su excitación crecía lo que le hacía mover las caderas para buscar espacio a su miembro creciente. Notó también el deseo en ella cuando le llevó su mano a los muslos y de ahí le aproximó a su sexo. La humedad era el reflejo claro de que buscaba caricias. Su mano se demoró arañando delicadamente la parte interna de los muslos y por fin rebusco entre las oquedades de sus labios ese punto que tan bien se muestra cuando se quiere sentir. La mano de ella le agradeció sus caricias aportando las suyas. Desabrochó los botones en un momento y dejó que su pene surgiera para poder acariciar el glande son expertos movimientos. La música de la película acompaño sus caricias y los suspiros de los protagonistas amortiguaron los suyos cuando ambos sintieron. Ella acurrucó su cabeza en el hombro de él y fue recomponiendo su ropa. Él acarició su rostro, beso sus labios y le susurró un gracias que ella interpretó como “te quiero” porque también ese mensaje encerraba.

Hubo más encuentros. Nadie supo nada. Sólo ellos.

(Eduardo Fernández)

viernes, 10 de agosto de 2007

FORTUNATA



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Jacinta no sabía qué hacer. Uno y otro se estuvieron mirando breve rato, los ojos clavados en los ojos, hasta que Juan dijo en voz queda:
«¡Si la hubieras visto...! Fortunata tenía los ojos como dos estrellas, muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo Tomás y ahora en San Ginés. Pregúntaselo a Estupiñá, pregúntaselo si lo dudas... a ver... Fortunata tenía las manos bastas de tanto trabajar, el corazón lleno de inocencia...
Fortunata no tenía educación; aquella boca tan linda se comía muchas letras y otras las equivocaba. Decía indilugencias, golver, asín. Pasó su niñez cuidando el ganado. ¿Sabes lo que es el ganado? Las gallinas. Después criaba los palomos a sus pechos. Como los palomos no comen sino del pico de la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras tú qué seno tan bonito!, sólo que tenía muchos rasguños que le hacían los palomos con los garfios de sus patas. Después cogía en la boca un buche de agua y algunos granos de algarroba, y metiéndose el pico en la boca... les daba de comer... Era la paloma madre de los tiernos pichoncitos... Luego les daba su calor natural... les arrullaba, les hacía rorrooó... les cantaba canciones de nodriza...
¡Pobre Fortunata, pobre Pitusa!... ¿Te he dicho que la llamaban la Pitusa? ¿No?... pues te lo digo ahora. Que conste... Yo la perdí... sí... que conste también; es preciso que cada cual cargue con su responsabilidad... Yo la perdí, la engañé, le dije mil mentiras, le hice creer que me iba a casar con ella. ¿Has visto?... ¡Si seré pillín!... Déjame que me ría un poco... Sí, todas las papas que yo le decía, se las tragaba... El pueblo es muy inocente, es tonto de remate, todo se lo cree con tal que se lo digan con palabras finas... La engañé, le garfiñé su honor, y tan tranquilo. Los hombres, digo, los señoritos, somos unos miserables; creemos que el honor de las hijas del pueblo es cosa de juego... No me pongas esa cara, vida mía. Comprendo que tienes razón; soy un infame, merezco tu desprecio; porque... lo que tú dirás, una mujer es siempre una criatura de Dios, ¿verdad?... y yo, después que me divertí con ella, la dejé abandonada en medio de las calles... justo... su destino es el destino de las perras... Di que sí».
"Fortunata y Jacinta"(B.Pérez Galdós)

jueves, 9 de agosto de 2007

EL TREN DE VUELTA



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Cada noche el mismo trayecto les devuelve a casa.
Alguna mirada soslayada les hace llegar a ser conocidos sin haber intercambiado una sola palabra.
Ella siempre se sienta junto a la ventana, perdiéndose en la contemplación del horizonte; mientras se repite que el amor trae dolor y tristeza, no hay quien pague esa pena.
Él la mira intrigado, queriendo escudriñar sus pensamientos.
Ambos bajan en la misma estación, cada uno camina por su lado, hacia su destino.
La misma ciudad, la misma calle, una casa enfrente de otra, apenas separadas por unos pocos metros.

Ella se ha enamorado, sin querer reconocerlo, del hombre que la luz tenue de una pequeña lámpara dibuja tras la cortina. Le gusta imaginar unos días que es escritor, otro compositor; desvelado en busca de inspiración hasta altas horas de la noche.
Él cada noche, tras el anonimato que le brinda el ropaje que viste su ventana, observa a aquella mujer que las sombras de la noche dibujan con su mirada perdida en quien sabe que sueños.
Le recuerda en cierta manera, a aquella otra mujer, la del tren.

Comparten sin saberlo espacio y tiempo en el vagón de un frío tren.
Se estudian en la sombra de una ventana, sin saber que son los mismos que a diario se encuentran en ese tren.
Será una luz la culpable, iluminándola a ella a través de su ventana, la que les de a conocer el echo.
Él reconociéndola, en un gesto espontáneo apartará la cortina. Dejándose ver.
Esa noche son dos almas ilusionadas, que se aman por adelantado, disfrutando ahora su conocimiento del encuentro diario.
Por la mañana la impaciencia puede con ella. Corre a la estación del tren, con la maleta llena de ilusiones, pero éste juguetón se le escapa.
Por más que intenta correr tras el, no lo consigue.
Agotada, por un momento vuelven aquellos pensamientos de dolor y tristeza del amor.
Pero la pesada maleta de ilusiones puede con ellos.
Sonríe. Solo hay que esperar a la noche, al tren de vuelta; ese que durante tanto tiempo han compartido.
Y si se le escapa también... solo tiene que cruzar la calle...
_ NOA _ "ENCADENANDO LETRAS"

miércoles, 8 de agosto de 2007

LA MENDIGA



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La mendiga bajaba siempre a la misma hora y se situaba en el mismo tramo de la escalinata, con la misma enigmática expresión de filósofo del siglo diecinueve. Como era habitual, colocaba frente a ella su paltillo de porcelana de Sérves pero no pedía nada a los viandantes. Tampoco tocaba quena ni violín, o sea que no desafinaba brutalmente como los otros mendigos de la zona.

A veces abría su bolsón de lona remendada y extraía algún libro de Hölderlin o de Kierkegaard o de Hegel y se concentraba en su lectura sin gafas.

Curiosamente, los que pasaban le iban dejando monedas o billetes y hasta algún cheque al portador, no se sabe si en reconocimiento a su afinado silencio o sencillamente porque comprendían que la pobre se había equivocado de época.

(Mario Benedetti)

martes, 7 de agosto de 2007

PARÁBOLA CHINA



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Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir <>, tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.
Sin embargo el anciano replicó:
--¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manadade caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.

Pero el viejo de la montaña les dijo:
--¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió la pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:
--¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de <>.gas>>. Reclutan jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.
Chunglang sonreía.
(Hermann Hesse)

UNA VELADA DIFERENTE



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Al entrar en el restaurante en el que suelo cenar algunas noches me fije en la mesa del fondo. Estaba ocupada por cuatro comensales, tres hombres y una mujer. Todos vestían de modo elegante; mantenían una conversación amena, distendida, sin risas, pero se notaba cierta comodidad en el habla.
Casualmente el camarero me acomodó en la mesa del al lado, eso me permitió ser testigo de como se desarrollaba la cena entre ellos.
Ella sonreía mucho, hablaba lo justo y apenas probaba bocado de cuanto le ponían, pero todo lo hacía con discreción, con un sencillez exquisita, como si midiera cada uno de sus movimientos. Daba la sensación de ser una mujer feliz, al menos en apariencia; segura de si misma al hablar con sus tres interlocutores manejando con destreza sus palabras en cada una de su intervenciones y cambiando el tono según departiera conversación con uno o con otro de los caballeros.
Respecto de ellos, los tres parecían sacados de un anuncios de trajes de televisión. No podría yo decir que la confección no fuese a medida, pero a los tres el atuendo le quedaba perfecto. No eran tres hombres atractivos, ni dejaban de serlo, pasaban de los cuarenta y alguno rondaba la cincuentena, todos se mantenían en forma, pero sin abusar del gimnasio, algo de footing y algo de bicicleta estática pero ni tan siquiera a diario. Los tres aparentaban una madurez tranquila debían llevar una vida sosegada, acomodada y sin grandes sobresaltos.
Los caballeros eran muy diferentes entre sí.
El que estaba sentado a la derecha de ella tenía las sienes con alguna incipiente cana y era el más callado de los tres. Se limitaba a sonreír y a degustar las viandas que el camarero le ponía sobre el plato. Algunas veces daba la sensación de evadirse no solo de la conversación sino del lugar donde nos encontrábamos, pero otras veces participaba de la conversación de un modo natural.
El otro caballero estaba sentado frente a ella, y desde el lugar que yo ocupaba podía ver con nitidez cuanto hacía. Era un hombre de piel clara aunque estuviera tostada por el sol en unas vacaciones recientes. Su ojos claros resaltaban sobre el actual tono de piel. Su cabello rubio empezaba a clarear por la frente. De todos los comensales era el que más sonreía y el más expresivo en cuanto al lenguaje corporal, sus palabras eran acompañadas por el movimiento de sus manos.
Tal fuera el destino quien me sentó aquella noche junto a ellos, en mesas separadas, pero lo suficientemente cercana como para que yo pudiera ser testigo de los matices y detalles de su conversación. No voy a revelar lo que allí se dijo porque no sería ético pero si contare como dos de los caballeros desplegaron sus respectivas colas de pavo real ante ella con la intención, descarada, de conquistar a la mujer. Ella se limitó a sonreírles y en ningún momento se sintió incomoda con el cortejo que ambos pretendían, el caballero de las sienes plateadas se mantenía ajeno a todo aquello, no parecía que ella ejerciera ningún deseo sexual en él, o sencillamente no le atraían los encanto, que ciertamente, ella poseía.
En ambas mesas terminamos de cenar a la vez, bueno eso no es del todo cierto ellos alargaron la sobremesa , y mi cena fue rápida como en mi es costumbre. El caso es que coincidimos en la salida del local.
Ella paso junto a mi y olía a jazmín y fue entonces cuando repare en que era una mujer sencilla, discreta, elegante, no tenía un cuerpo de modelo pero había algo en ella.
Pidieron tres taxis lo que me hizo pensar que quizá ella se hubiera decidido por alguno de los caballeros que la cortejaban durante la cena.
El caballero de la perilla fue el primero en abandonar la reunión, al subir al vehículo dijo:
- Te llamaré, no me olvides- y acto seguido le lanzó un beso al aire.
El caballero de la mirada clara y la piel tostada se atrevió a cogerle la mano antes de subir al taxi, y le costo soltársela, pero no dijo nada.
Después yo aparecí conduciendo mi taxi, era hora de volver al trabajo, y uno de los dos, casualidades del destino, iba a ser mi pasajero.
Ambos subieron a mi vehículo y tengo que decir que me sonreí. Ella había elegido al único que no la había cortejado durante la velada, lo cual había quebrado las ordenes de la naturaleza animal respecto de las relaciones macho y hembra, pero bien es cierto que aquella mujer con olor a jazmín distaba mucho de pertenecer al mundo animal.
Él me dio la dirección donde debía llevarles, ella se limito a darme las buenas noches con cierto cansancio en el tono de su voz. Una vez comenzado el trayecto le mire por el espejo retrovisor, ambos callaban fue entonces cuando lo entendí; sus manos se encontraban entrelazadas y ambos portaban sendas alianzas exactamente iguales. En ese momento él me preguntó:
- ¿Le parece bella la mujer que me acompaña?
Siendo sincero no sabía que responder. Ella era bonita pero su atractivo no radicaba en su físico. Ahora que la tenía tan cerca podía observarla a través de espejo. Sus ojos no era grandes, ni su nariz y su boca eran más bien pequeña; apenas iba maquillada con lo cual podía decirse que lo que estaba contemplando era su rostro al natural.
- Me va disculpar caballero pero la señora me parece una dama, y de las dama son tengo por costumbre opinar si son bellas, porque sencillamente son damas.
- Una respuesta inteligente, pero no ha contestado a mi pregunta. No se preocupe no voy a exigirle una respuesta, no quiero ponerle en un compromiso

Respire aliviado, uno nunca sabe la clase de personas que suben al taxi y aún debía llevarles al otro lado de la ciudad.
Al parar en el semáforo volví, de nuevo, a mirarles por el retrovisor, él debió darse cuenta y me dijo:
- Esta mujer comparte mi vida desde hace más de cinco años. Cada vez que otro hombre , mucho más atractivo que yo, intenta llevársela a la cama, ella les sonríe y les rechaza sin decirles nada. Le pareceré un hombre estúpido pero cada vez que ella me elige, sin tener obligación, me siento orgulloso de cuanto nos une y me enamoro un poco más de ella.
- Enhorabuena - le conteste - quedan pocas mujeres fieles en los tiempos que corren.
El semáforo cambió de color y arranque de nuevo el taxi, durante lo que quedaba de trayecto no hubo más palabras entre nosotros, pero yo seguí mirando por el retrovisor. Ella había apoyado su cabeza sobre el hombro de él, tenía los ojos medio entornados, estaba cansada el día debía haber sido largo. Él, la abrazaba. Así permanecieron hasta que llegamos a la dirección que me habían facilitado.

(Galiana)

lunes, 6 de agosto de 2007

¿SUEÑOS? ¿OBSESIONES? (EROTISMO)

La llamada del placer, sensación tan gratamente recordada, le sorprendió entre el segundo y el tercer piso. Para cerciorarse, miró al espejo en el que solía darse, a veces, los últimos retoques.
El color de sus labios y la expresión de su mirada, de una profundidad tal que recordaba al desconcierto y al éxtasis, le confirmó la certeza de sus sensaciones. El ascensor se detuvo y al deslizarse la puerta vio la viva imagen de la seducción y el desafío. Era una mujer menuda, de mirada clara, limpia, transparente que sólo ofrecía esa imagen para desmoronar fortalezas de la privacidad y quien pudiera observar fuera ella.
Así captó la lucha interna de quien le miraba absorta, su indecisión entre el ansia de dejarse ir y el disimulo. Le sonrió diciendo “Ojalá mis deseos tuvieran la fuerza de los tuyos; ya sólo siento a través de otros porque ya sofoqué, por la intensidad con que viví, mi capacidad de desbordarme y perderme en el desenfreno y el placer”.
¿Qué hacía ella allí? En su comunidad se conocían hasta el tercer apellido y el segundo grado de obsesiones. De ella no reconocía el timbre de la voz, ni la calidez de su sonrisa. No tuvo tiempo de mucho más porque ella se bajó en el siguiente piso. Su adiós fue una mirada cómplice y un guiño que no tenía otra interpretación que .
”Algún día me contarás por qué tus deseos me fascinan”. Desapareció y, con ella,
se fueron su anhelo de placer y su lascivia.
Cuando llegó a su planta seguía pensando en lo ocurrido. Por eso casi no se dio cuenta de la nota que estaba colgada a la altura de sus ojos. Decía: “¡No entres; si lo haces te perderás!” De la sorpresa pasó a la incertidumbre y de ésta, en el tiempo que lleva el pensamiento más fugaz, a una inquietud teñida de unas ganas tremendas de entrar y perderse.
Dio un paso atrás, pero su mano buscó la llave y su cerebro dio la orden precisa para que sus ojos pudieran ver cómo era ese mundo donde uno podía perderse. Su intención era abrir, ver cómo era ese mundo tan apetecible por haber sido un lugar vedado hasta ahora, y cerrar. Pero más que una primera intención era la excusa que buscaba.
Por eso empujó la puerta suavemente, sin soltar el pomo, agarrándose al quicio con la otra mano y los píes fuera de la línea que consideraba frontera. Dentro sólo oyó el silencio y vio la oscuridad. Pero eso fue sólo un instante.
Después, detrás de cada rincón comenzaron a aparecer lucecitas que alumbraron deseos, algunos ya casi olvidados. Momentos que le habían dejado huella de insatisfacción.
Ella oía (creía oír) la invitación a disponer de una nueva ocasión, otra oportunidad.
Fue el aperitivo. Porque a partir de ahí, sin notar transición alguna, su cuerpo se fue desprendiendo de recatos y pudores, y recibió caricias consentidas, dejándose envolver en aromas sugerentes y olores provocados por actos instintivos, cuando la pasión domina y hasta la ternura busca fines placenteros. Manos desconocidas
le fueron liberando de la ropa y recorrieron su cuerpo con un increíble conocimiento
de sus puntos sensibles.
Sus pezones se erizaron o relajaron porque fueron mordidos por dientes hambrientos y besados por labios cálidos. Al mismo tiempo, notó como unos brazos poderosos le alzaban con una facilidad pasmosa para depositarle en la cama, sintiendo al descender el cimbreo de un pene que atrajo su mirada porque lo imaginó con esa tensión necesaria para satisfacer orgasmos sucesivos. No lo vio. Seguía la oscuridad moteada de escenas con sueños recordados. Se abrió porque en ese instante lo que deseaba era ser poseída por aquello que significara placer, que si hincara en su cuerpo sintiendo la herida y en sus bordes el roce de lo que levantara su vello
y le hiciera arquear el cuerpo y estirar los brazos para alcanzar lo máximo en el sentir.
Pero así no acababa aquel sueño. De nuevo la oscuridad y el olvido. Y otra vez la esperanza y el hambre de todo cuando comenzaba a vislumbrar una nueva claridad
y el inicio de otras sensaciones. Lenguas afiladas, en tensión pero lubricadas,
le esperaban para surcar su cuerpo y despertar de nuevo sensaciones placenteras.
Una de ellas jugueteó en su oreja; otras dibujaban corrientes en su espalda y se entretenían en las axilas; sus muslos notaban tentáculos que punteaban en las partes más sensibles (¿quién les había dicho que no soportaba el cosquilleo en la corva de la pierna y en la parte interna de los muslos?). Y las más aceradas y ardientes, las más inquietas y atrevidas humedecían aún más los labios que piden con el cambio de color la caricia y la presión, el roce, la penetración, cualquier cosa para conseguir el fin. Algo que nunca llegaba.
Parecía que le estuvieran preparando para algo más sublime. Le dejaban siempre
a las puertas del cielo para que sintiera el infierno de la insatisfacción
y reclamara nuevas tentaciones. ¿Las de quién?. La luz. ¡Adiós la oscuridad y sus deleites! ¿Dónde se habían escondido las sensaciones sentidas?. Había entrado y eso no había supuesto la perdición.
Sucumbió a la tentación y su pecado sólo le había proporcionado el cosquilleo de la llamada del placer intenso.
La desilusión si iba apoderando de ella porque había llamado al cielo y no le habían respondido. ¿Qué significado tenía todo esto? Se sentó en el sofá. Puso el televisor y tanteo hasta que encontró lo que buscaba.
Las escenas de un erotismo engañoso por lo menos sirvieron para devolverla al buen camino. Se acarició como ella sabía hacerlo, sin tanta sutileza como la experimentada hasta entonces cuando había vivido la pesadilla de un sueño insatisfecho. Tampoco olvidó masajear sus pechos, liberándoles de la presión de los artificios que sirven para despertar otros deseos.
Se desnudó ella, buscando sentir de verdad porque lo necesitaba como nunca hasta entonces. Tardó más que de costumbre, pero al fin llegó y sus gritos fueron más fuertes y sinceros que los gemidos fingidos que brotaban del televisor. No existía nada más que el placer que le estaba inundando y le hacía perder la consciencia.
Sintió tanto que su cuerpo necesitó el alivio del sueño para poder recuperarse. Los jadeos eternos porque son mentira de una película sin más provocación que el dibujo de su anuncio fueron el arrullo que acompañó su sueño.
Ella no se dio cuenta de nada más, ni siquiera del desahogo que tras la ventana de la terraza había experimentado quien con una barra de labios le dejó un mensaje escrito que quedó un poco desfigurado porque lo escribió sobre el vaho producido por sus jadeos. Decía: “¡Tú estás perdida sin saberlo y yo ya no volveré a necesitar otros deseos que los tuyos para despertar los míos!”

EDUARDO FERNÁNDEZ

martes, 31 de julio de 2007

¡NUNCA SE SABE!



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El deseo era tan fuerte que, en lugar de arraigar en la mente en que había surgido, se liberó de cualquier atadura y siguió a la persona que lo había provocado. Ella no lo advirtió, sí su deseo. Aquél asedió la fortaleza de la indiferencia, envolvió su cuerpo de soplo, intentó sembrar deseos similares en ella para encontrarse con ellos. La persona siguió su camino, y con ella su deseo, Pero éste si que iba siendo receptivo al acoso y comenzó a rebullirse incómodo en alguien tan disperso. Por eso mandó mensajes a un cerebro ocupado en otras cosas, Las reacciones fueron apareciendo muy lentamente. Ella comenzó a notar como ese cosquilleo iba bajando al vientre, como la humedad manaba en su sexo.Sin entender nada se detuvo frente a un escaparate e interrogó a la imagen que le miraba. No obtuvo respuesta, sólo brillo en los ojos y los labios humedecidos por una lengua que se movía sensual sin tener motivo. Su respiración naturalmente pausada, se estaba acelerando y los pezones se querían mostrar impúdicos, casi indiscretos.Decidió dar la vuelta para ver si algo pudo provocar semejantes reacciones, después de sopesar si podría centrarse en sus labores con esos comezones recordándole que el placer existe y es importante. Al hacer el camino inverso notó cómo sus sensaciones se acentuaban justo hasta cuando se cruzó frente a quien estaba sentado en un banco y miraba extrañado. No lo conocía de nada y preguntarle algo en ese estado no le pareció prudente. Siguió ese camino inverso y el deseo pareció quedarse atrás porque las manifestaciones cesaron.Giró la cabeza y miró hacia el banco. Ya no estaba la persona que antes sonreía. No le vio y, por supuesto, menos a su deseo. Dio la vuelta y se encamino ya más tranquila a su primer destino. Justo cuando pasó cerca del banco, de un sauce cercano, de su copa, le llegó un ruido extraño, unas ramas zarandeándose sin que la mínima brisa acariciase sus cabellos ni moviera los más cercanos arbustos. Parecían autónomas, testigo de algo que se les escapaba al resto del sauce. Ella estaba serena, parecía que su deseo le hubiera abandonado. Quien estaba sentado en este banco lo vio tomando un refresco en un kiosco cercano, apacible, leyendo el periódico.A ella le pareció extraño que el ruido de las ramas parecieran gemidos, semejantes a los que ella soltaba cuando sentía placer, en cada orgasmo. Se preguntó si las respiraciones entrecortadas que también parecían acompañarles en cada zarandeo de las ramas tendrían alguna relación con las que aquel hombre (al que ahora veía atractivo, sin saber muy bien por qué) exhalara cada vez que sentía el placer buscado por el impulso de un deseo que ahora tan ajeno le era.Nunca se imaginó empezar así su jornada. Tampoco habría previsto que aquel señor esa misma noche escucharía sus gemidos mientras recorría su piel y se fundía en sus brazos.

(E.Fernández)

VIVIR PARA CONTARLA _G.MÁRQUEZ ( PEQUEÑO FRAGMENTO)



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El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba por su resonancia poética. Nunca lo había oído antes, nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce ni flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tangañika existe la etnia errante de los Makondos, y pensé que aquel podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni nunca conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera, y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca