sábado, 11 de agosto de 2007

MIRAR


¡Los deseos! Siempre presentes cuando se mira hacia el frente sin fijeza, acariciando un momento dulce en el que nos vimos sumidos. Con el atractivo de ser privados, íntimos. Y la seguridad de que, aunque demos pasos en su satisfacción, nadie tiene por qué sentirse traicionado.
Entre ellos estaba perdida una mujer de ojos dulces y mirada sincera. La sonrisa hacía aún más atrayente su rostro de facciones especiales. Le estaban mirando desde un lugar oculto a su visión. Los visillos tras los cuales se escondían los ojos observadores servían para cerrar paso a la admiración que brotaban de ellos. No era la primera vez que lo hacía. Incluso había acercado la expresión arrobada de aquella mujer desconocida pero inmersa con frecuencia en sueños con unos potentes prismáticos. Había recorrido no sólo sus facciones; también lo que la balaustrada del balcón permitía. El principio de los pechos un día de sofocante calor, los hombros torneados y de tez morena cuando lució un bonito vestido de finos tirantes que mostraba lo que, sin duda, ella sabía favorecía su imagen.
Aquel día que tan cerca la tuvo llegó incluso a mover la mano intentando una tierna caricia, tan suave que pareciera el paso de la brisa en sus pechos. Como ella demoraba el marcharse y apoyaba generosamente su busto sobre los brazos haciendo aún más palpable la exuberancia de sus senos, él no tuvo otra opción que acariciar su pene inquieto. Al principio, o hizo con la misma suavidad con que intentó la caricia sobre su cuerpo; pero a los pocos segundos, cuando el placer llegaba lo zarandeó con saña porque quería acentuar lo que ansiaba sentir. Cerró los ojos cuando el semen fluía y se relajó. Los visillos se movieron y quedó al descubierto el trípode que soportaba los prismáticos. Cuando volvió a mirar vio el mensaje acusatorio y lleno de reproche de una mujer de actitud enérgica. El desdén estaba pintado en su cara. Su cuerpo oculto hasta el cuello por una toalla roja.
Él retrocedió avergonzado pensando en cómo arreglar su invasión a intimidades no consentidas. Sabía que su estupidez le iba a privar de contemplar más veces el cuerpo hacia el que sentía una atracción dependiente y con la seguridad de que el deseo no iba a dejar de atormentarlo porque su lejana desnudez sólo aparecería en sus fantasías. ¡Le pediría perdón y le declararía su admiración! Sabía que no vivía sola y que dormía envuelta en otros brazos, pero él sólo solicitaría su perdón y, de conseguirlo,.. Pero era un sueño. ¿Cómo iba a olvidar ella su ultraje?
La desolación le dejó abatido y ocultando la cara entre sus manos temblonas, lloró desconsoladamente. El egoísmo le hacía comportase así porque sólo pensaba en que no quería sufrir y en que su acto, siendo criticable, tenía para él el perdón porque lo hacía por simple admiración, como un amor platónico. Pero, ¿y ella?

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Se vieron al día siguiente. Unos ojos desafiantes, los otros sumidos en la mayor de las vergüenzas. Unos insultando con su dureza; los otros pidiendo perdón. Se cruzaron en la acera y fue para ambos un alivio poder seguir el camino sin llamar la atención. Una escena ahí no habría sido comprendida por nadie y no habría arreglado nada. Él susurró un perdón cuando sus pasos coincidieron y su voz sonó a imploro. Ella comprendió que en su súplica cabía la sinceridad y perdonó su desliz porque ella también había soñado con poseer otros cuerpos sin pedirles permiso. ¿No era ese el objeto de sus miradas a veces apoyada en la barandilla de su terraza? ¿Y sus caricias íntimas creyéndose perdida entre brazos de hombres que le amaban con pasión y deseaban su cuerpo con un ardor rayado en la locura?

¡Los deseos! Algo no privativo de nadie y que nos hace igual de dependientes ante un señor llamado placer llevaron a ambos protagonistas al mismo sitio. Hubo caricias tácitas y miradas insinuantes a quien sabía suspiraba por su cuerpo. Uno de los días, sin saber muy bien si era observada lanzó un beso al aire y mostró casi un pecho entero hasta la aureola del pezón ocultándolo luego con un movimiento instintivo cargado de sincero pudor por si era observada por alguien más. Sólo fue captado por quien no podía dejar de mirar. Lo interpretó como una provocación y se masturbó esta vez pensando en que los suspiros que él imaginaba en quien poseía ahora eran auténticos y consentidos. Visualizó su cuerpo y casi lo poseyó como si estuviera presente.

Tenía que llegar el día en que de nuevo los caminos se cruzaran, quizá porque iban buscándose. Y ocurrió de la manera más inesperada. Ocupaban butacas contiguas en un cine próximo. Él entró cuando ya había empezado la película y se sentó procurando no molestar. Él la vio cuando un plano de luz intensa en la película le ofreció las facciones que él tan bien conocía. Estaba sola. La oscuridad cubría sus movimientos y eso le comenzó a excitar. Rozó su muslo con el suyo y pidió perdón inmediatamente. Ella no lo rechazó. Susurró acercándose “sé que eres tú desde que llegaste” . Agarró su mano con decisión y la apretó con fuerza. Él percibió cierto nerviosismo. Su excitación crecía lo que le hacía mover las caderas para buscar espacio a su miembro creciente. Notó también el deseo en ella cuando le llevó su mano a los muslos y de ahí le aproximó a su sexo. La humedad era el reflejo claro de que buscaba caricias. Su mano se demoró arañando delicadamente la parte interna de los muslos y por fin rebusco entre las oquedades de sus labios ese punto que tan bien se muestra cuando se quiere sentir. La mano de ella le agradeció sus caricias aportando las suyas. Desabrochó los botones en un momento y dejó que su pene surgiera para poder acariciar el glande son expertos movimientos. La música de la película acompaño sus caricias y los suspiros de los protagonistas amortiguaron los suyos cuando ambos sintieron. Ella acurrucó su cabeza en el hombro de él y fue recomponiendo su ropa. Él acarició su rostro, beso sus labios y le susurró un gracias que ella interpretó como “te quiero” porque también ese mensaje encerraba.

Hubo más encuentros. Nadie supo nada. Sólo ellos.

(Eduardo Fernández)

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