La llamada del placer, sensación tan gratamente recordada, le sorprendió entre el segundo y el tercer piso. Para cerciorarse, miró al espejo en el que solía darse, a veces, los últimos retoques.
El color de sus labios y la expresión de su mirada, de una profundidad tal que recordaba al desconcierto y al éxtasis, le confirmó la certeza de sus sensaciones. El ascensor se detuvo y al deslizarse la puerta vio la viva imagen de la seducción y el desafío. Era una mujer menuda, de mirada clara, limpia, transparente que sólo ofrecía esa imagen para desmoronar fortalezas de la privacidad y quien pudiera observar fuera ella.
Así captó la lucha interna de quien le miraba absorta, su indecisión entre el ansia de dejarse ir y el disimulo. Le sonrió diciendo “Ojalá mis deseos tuvieran la fuerza de los tuyos; ya sólo siento a través de otros porque ya sofoqué, por la intensidad con que viví, mi capacidad de desbordarme y perderme en el desenfreno y el placer”.
¿Qué hacía ella allí? En su comunidad se conocían hasta el tercer apellido y el segundo grado de obsesiones. De ella no reconocía el timbre de la voz, ni la calidez de su sonrisa. No tuvo tiempo de mucho más porque ella se bajó en el siguiente piso. Su adiós fue una mirada cómplice y un guiño que no tenía otra interpretación que .
”Algún día me contarás por qué tus deseos me fascinan”. Desapareció y, con ella,
se fueron su anhelo de placer y su lascivia.
Cuando llegó a su planta seguía pensando en lo ocurrido. Por eso casi no se dio cuenta de la nota que estaba colgada a la altura de sus ojos. Decía: “¡No entres; si lo haces te perderás!” De la sorpresa pasó a la incertidumbre y de ésta, en el tiempo que lleva el pensamiento más fugaz, a una inquietud teñida de unas ganas tremendas de entrar y perderse.
Dio un paso atrás, pero su mano buscó la llave y su cerebro dio la orden precisa para que sus ojos pudieran ver cómo era ese mundo donde uno podía perderse. Su intención era abrir, ver cómo era ese mundo tan apetecible por haber sido un lugar vedado hasta ahora, y cerrar. Pero más que una primera intención era la excusa que buscaba.
Por eso empujó la puerta suavemente, sin soltar el pomo, agarrándose al quicio con la otra mano y los píes fuera de la línea que consideraba frontera. Dentro sólo oyó el silencio y vio la oscuridad. Pero eso fue sólo un instante.
Después, detrás de cada rincón comenzaron a aparecer lucecitas que alumbraron deseos, algunos ya casi olvidados. Momentos que le habían dejado huella de insatisfacción.
Ella oía (creía oír) la invitación a disponer de una nueva ocasión, otra oportunidad.
Fue el aperitivo. Porque a partir de ahí, sin notar transición alguna, su cuerpo se fue desprendiendo de recatos y pudores, y recibió caricias consentidas, dejándose envolver en aromas sugerentes y olores provocados por actos instintivos, cuando la pasión domina y hasta la ternura busca fines placenteros. Manos desconocidas
le fueron liberando de la ropa y recorrieron su cuerpo con un increíble conocimiento
de sus puntos sensibles.
Sus pezones se erizaron o relajaron porque fueron mordidos por dientes hambrientos y besados por labios cálidos. Al mismo tiempo, notó como unos brazos poderosos le alzaban con una facilidad pasmosa para depositarle en la cama, sintiendo al descender el cimbreo de un pene que atrajo su mirada porque lo imaginó con esa tensión necesaria para satisfacer orgasmos sucesivos. No lo vio. Seguía la oscuridad moteada de escenas con sueños recordados. Se abrió porque en ese instante lo que deseaba era ser poseída por aquello que significara placer, que si hincara en su cuerpo sintiendo la herida y en sus bordes el roce de lo que levantara su vello
y le hiciera arquear el cuerpo y estirar los brazos para alcanzar lo máximo en el sentir.
Pero así no acababa aquel sueño. De nuevo la oscuridad y el olvido. Y otra vez la esperanza y el hambre de todo cuando comenzaba a vislumbrar una nueva claridad
y el inicio de otras sensaciones. Lenguas afiladas, en tensión pero lubricadas,
le esperaban para surcar su cuerpo y despertar de nuevo sensaciones placenteras.
Una de ellas jugueteó en su oreja; otras dibujaban corrientes en su espalda y se entretenían en las axilas; sus muslos notaban tentáculos que punteaban en las partes más sensibles (¿quién les había dicho que no soportaba el cosquilleo en la corva de la pierna y en la parte interna de los muslos?). Y las más aceradas y ardientes, las más inquietas y atrevidas humedecían aún más los labios que piden con el cambio de color la caricia y la presión, el roce, la penetración, cualquier cosa para conseguir el fin. Algo que nunca llegaba.
Parecía que le estuvieran preparando para algo más sublime. Le dejaban siempre
a las puertas del cielo para que sintiera el infierno de la insatisfacción
y reclamara nuevas tentaciones. ¿Las de quién?. La luz. ¡Adiós la oscuridad y sus deleites! ¿Dónde se habían escondido las sensaciones sentidas?. Había entrado y eso no había supuesto la perdición.
Sucumbió a la tentación y su pecado sólo le había proporcionado el cosquilleo de la llamada del placer intenso.
La desilusión si iba apoderando de ella porque había llamado al cielo y no le habían respondido. ¿Qué significado tenía todo esto? Se sentó en el sofá. Puso el televisor y tanteo hasta que encontró lo que buscaba.
Las escenas de un erotismo engañoso por lo menos sirvieron para devolverla al buen camino. Se acarició como ella sabía hacerlo, sin tanta sutileza como la experimentada hasta entonces cuando había vivido la pesadilla de un sueño insatisfecho. Tampoco olvidó masajear sus pechos, liberándoles de la presión de los artificios que sirven para despertar otros deseos.
Se desnudó ella, buscando sentir de verdad porque lo necesitaba como nunca hasta entonces. Tardó más que de costumbre, pero al fin llegó y sus gritos fueron más fuertes y sinceros que los gemidos fingidos que brotaban del televisor. No existía nada más que el placer que le estaba inundando y le hacía perder la consciencia.
Sintió tanto que su cuerpo necesitó el alivio del sueño para poder recuperarse. Los jadeos eternos porque son mentira de una película sin más provocación que el dibujo de su anuncio fueron el arrullo que acompañó su sueño.
Ella no se dio cuenta de nada más, ni siquiera del desahogo que tras la ventana de la terraza había experimentado quien con una barra de labios le dejó un mensaje escrito que quedó un poco desfigurado porque lo escribió sobre el vaho producido por sus jadeos. Decía: “¡Tú estás perdida sin saberlo y yo ya no volveré a necesitar otros deseos que los tuyos para despertar los míos!”
EDUARDO FERNÁNDEZ
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